No vivo en mi parcela y no deseaba trasportar el oro a casa porque en la carretera al pueblo existían dos retenes: uno de soldados y más adelante otro de policías. Podrían revisar mi morral y quitarme el oro.
Tampoco podía dejarlo enterrado en el mismo sitio, porque la gente va seguido al río.
Así que hice un cajete en medio del terreno, entre las hortalizas, puse los nueve tabiques de oro en tres filas, las cubrí con tierra y encima encajé plantas de ajo. Dejé el oro enterrado en mi parcela y fui a casa.
Al camión de pasajeros que tomé para ir al pueblo, lo detuvieron en los dos retenes y en ambos revisaron mi morral. Por primera vez sentí alegría por tener el morral vacío, así que sonreí cuando lo revisaban.
Concluí que aunque ya era rico, seguiría vistiendo como pobre, para que nadie pensara en robarme.
¿De que me servirá ser rico, si seguiré viviendo como pobre?, me preguntaba. Y me convencía mi mismo: será por mi seguridad.
Decidí evitar que visitaran mi parcela, para cancelar la posibilidad de que fueran a descubrir el oro.
—¿Cómo venderé el oro?—me pregunté. En mi comunidad no hay bancos, solo hay tiendas de abarrotes.
Si viajo hasta el banco de la ciudad regional, cuando les muestre el oro, pensarán que lo robé. Pues notarán que soy campesino (seljak).
Un día fui a la ciudad regional y visité una tienda llamada Mr. Gold , que tiene un letrero que dice: compro oro en joyas y en “pedacería” (komada). Pagaban a 4,125 dinares el gramo de oro de 18 kilates. De 24 kilates casi no hay, me dijo la señorita que atendía, pero si tienes algo de 24 kilates, lo pagamos a 5,500 dinares el gramo.
Al día siguiente llevé una báscula a mi parcela. No pesaban lo mismo todos los lingotes, había diferencias de gramos. En total los nueve lingotes pesaban 173 kilos 790 gramos. Si el oro era de 24 kilates, todo valía más de 955 millones de dinares, 8.9 millones de dólares.
Con marro y cincel, corté una rebanadita en una orilla, más o menos dos gramos y viajé de nuevo a la ciudad regional.
No puedo saber de cuantos kilates es tu oro—dijo la señorita.
Pensaba que traerías un anillo o una cadena rota, que ya tiene grabado de fábrica, los kilates. Solo puedo comprarlo, si lo dejas para que el dueño haga unas pruebas para conocer el “kilataje”.
—¿Cuánto tiempo?—pregunté.
—No sé—contestó de inmediato. Bueno, una semana o más. ¿Lo dejas?
—Dejaré la mitad—contesté. Con una navaja corté la laminilla, más o menos, a la mitad. Pésala por favor, le dije mientras la entregaba.
Pesó 1.1 gramos.
—Bueno, déme un recibo por favor y regresaré el próximo miércoles—le dije.
Me dio el recibo y dijo: hasta el miércoles después de las tres de la tarde, adiós (zbogom).
Fui a otras dos tiendas que compran oro. En una de ellas me dijeron que solo compraban oro en alhajas. En la otra me pidieron que llevara primero una identificación oficial y comprobante de domicilio.
El miércoles siguiente acudí a la tienda Mr. Gold (zlato).
—Dice el patrón que te pagará a 4 mil dinares el gramo—dijo la señorita.
Me dijo que te explicara que te paga solo 3 gramos porque se pierde oro al realizar la prueba y que además te descuenta 2 mil dinares por la prueba del “kilataje”, Así que, aquí tienes 2 mil dinares.
—Está bien—contesté. Te dejaré otro tanto, pésalo por favor. (Pesó 3.1 gramos).
—Te pagarán 10 mil dinares en total, descontando el costo de la prueba—me dijo. Nos vemos el próximo miércoles, añadió al entregarme el recibo.
Los boletos del autobús costaban 600 dinares, así que gastaba 1,200 dinares de ida y vuelta. Por lo tanto necesitaba vender 4.65 gramos para que me quedaran 15 mil dinares (140 dólares), después de descontar la pérdida de oro, el costo de la prueba y los pasajes de autobús.
Era difícil cortar una rebanadita con el peso deseado exacto, lo cortaba con un cincel. Me convenía llevar una sola tira, si llevaba dos me descontaban dos pruebas y dos pérdidas de oro. Cada vez tenía más práctica para cortar tirillas de casi 5 gramos y me sentía con más confianza con Jasna, así se llamaba la señorita que atendía en Mr. Gold.
Había realizado 12 entregas y cuando fui a cobrar esta y realizar la treceava entrega…
— David, ya no vengas; el dueño sospecha de ti—me dijo Jasna. Está pensando en llamar a la policía. Está intrigado sobre el origen de tu oro. ¿De dónde sacará el oro, este campesino? Ha preguntado varias veces
Busqué a Marius un viejo amigo, que tiene casi ochenta años y mantiene gran claridad. Le pedí consejos.
—¿Si encontraras un tesoro, que harías?—pregunté.
—Para cualquier persona es una bendición encontrar un tesoro. Disfrútalo, los riesgos forman parte de la vida—contestó.
Pensé que si Mr. Gold hubiera seguido comprándome 5 gramos cada semana, habría asegurado ingresos por más tiempo del que se puede vivir.
Decidí que podría vender el oro fabricando alhajas, para lo cual necesitaba comprar herramienta y equipo. Necesitaba mudarme a una ciudad que fuera muy grande, para pasar inadvertido y abrir una joyería. Al principio vendería joyas de marca conocidas y después iría vendiendo mis propios productos.
Corté un pedazo grande de oro, aproximadamente medio kilogramo y viajé a la gran ciudad para comprar las herramientas. Salí a las 6 de la tarde, normalmente era un viaje de 4 horas. Arribaría a la gran ciudad a las 10 de la noche.
Pero a las ocho de la noche, empezó a caer una lluvia de proyectiles que explotaban por todas partes, iluminando el cielo y destruyendo la carretera y los vehículos.
El chofer condujo el autobús fuera de la carretera, lo detuvo y gritó: huyan, corran, aléjense de la carretera.
El bombardeo duró hasta las cinco de la mañana, caminamos de regreso dos días. Cuando llegamos todo el pueblo estaba destruido, había tanques y soldados por todas partes.
Intenté ir a mi parcela, pero estaba prohibido ir a los campos de cultivo. Solo nos permitían viajar al sur, a la costa. Debíamos abandonar el país por barco, porque ésta Nación, donde nacimos, ya no era nuestra. Se apropiaron de las casas, negocios, parcelas…de todo. Fuimos expulsados, desterrados por nuestro origen étnico.
Actualmente vivo en México, en la costa de Chiapas, el Soconusco, rodeado de selva exuberante, con grandes tormentas, y gente apasionada. Aquí recuerdo el consejo de mi amigo Marius: “es una bendición encontrar un tesoro. Disfrútalo, los riesgos forman parte de la vida”.
No fue mejor aquella vida, fue aterrador el final. Pero pienso mucho en esa etapa. Me duele aceptar la idea de que ya no existe mi patria natal, la que conocí completa, no en pedazos (komada).
Derechos de autor
David Gómez Salas
México
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