Presento una historia que muestra la existencia de motivos no muy patrióticos, para organizar “Fiestecitas”, como las conmemoraciones del Bicentenario de la Independencia de México.
El relato se refiere a la celebración forzada del Centenario de la Consumación de la Independencia. Fue escrito por José Vasconcelos Calderón. En la obra titulada “El desastre”, publicada por el Fondo de Cultura Económica y otras editoriales.
UN CENTENARIO FORZADO. José Vasconcelos Calderón
Nunca he sido aficionado al billar ni a juego algo que desperdicie nuestro tiempo. El concepto del pasatiempo no tiene sentido ante tanta cosa interesante como la vida ofrece; pero a todo me he asomado; así es que conozco la jerga de la sala de billares de nuestra vieja capital. En torno a los jugadores suelen plantarse los mirones, por lo común vagos, entre los cuales sobresale algún profesional del ocio, tipo antipático importante; comienza a perder uno de los jugadores que antes llevaba alta la cuenta de las carambolas y, fatalista, exclama: Desde que llegó ese malhora —dirigiéndose al Intruso— no hago sino perder. Y se escuchan voces: Quítate, malhora; ahora, malhora. Tal es el malhora, uno que ni juega ni deja jugar y que trae, además, la mala suerte, la jettatura de los italianos.
En el primer Gabinete de Obregón había ministros laboriosos, bien intencionados y dedicados con ímpetu a su labor. El lunar era Pansi, que pronto se convirtió también en Malhora. He dicho que no persigo a Pansi con mis acusaciones por causa de rencor personal, que no lo tengo, y que de tenerlo no dedicaría a escritos que no destino al presente; pero el mismo relato demostrara al lector desapasionado que no podría eximirme de ocuparme del personaje sin que quedara trunco el tema, inexplicable, del curso adverso que pronto tomaron las cosas.
En el grupo que constituíamos los Obregonistas, Pansi era un intruso odiado de todos y tolerado apenas por mí y por Villarreal. Calles lo detestaba y De la Huerta nunca lo pudo pasar. Hubo para ello causa específica. Se hallaba Pansi de ministro del carrancismo en París cuando ocurrió la caída y asesinato de don Venustiano. Y creyendo Pansi que aquel crimen tendría las repercusiones que provocó el sacrificio de Madero, siendo incapaz de distinguir entre la inmolación del justo y la muerte de un culpable, adelantó declaraciones encendidas en contra de los asesinos, señalando particularmente a los autores del plan de Agua Prieta: es decir: De la Huerta y Calles. Y Pansi mandó una renuncia, rara en su vida de burócrata, al Gobierno provisional que duró unos días, al ocupar don Pablo González la metrópoli. Los diarios dieron gran vuelo a la renuncia, que a las pocas horas era rectificada. Pues sabedor Pansi, a destiempo, que Obregón reaparecería como jefe del movimiento, apresuróse a retirarla con excusas. Pero no lo reinstalaron. Y por primera en muchos años quedó cesante. No es que le importara el sueldo; tanto dinero tenía que, aparte de buena casa en la Reforma, se había podido hacer de una colección de cuadros o copias de maestros, que más tarde vendió en cerca de cuatrocientos mil pesos; pero la idea de quedar fuera de la nueva situación le causaba amargura.
Y desde Europa empezó a escribirnos felicitándonos a los dos bobos, bonachones del régimen, Villarreal y yo, únicos que podíamos influir, por nuestra pureza, en el perdón de los pecados del prójimo. Y pronto se me presentó en la Universidad.
—Lléveme con De la Huerta —rogó, y de puro animal cedí, empezando por hablar con Alessio el secretario particular.
—Ay, Vasco; no sabe lo que acaba de hacer. Por este hombre tiene debilidad Obregón, a causa de que es insinuante y flexible…
El día de mañana Vasco, usted y yo vamos a tener que pedirle que nos consiga una audiencia con el Presidente, quienquiera que sea el Presidente.
No hice mayor caso de las advertencias de Alessio, y un día, por sorpresa casi, dejé a Pansi en la antesala y dije a De la Huerta: Si tiene tiempo a la salida, diga dos palabras a Pansi, que anda afligido no pide nada, solamente estrecharle la mano.
De la Huerta que es también un buenazo, accedió, delante de mí, y al finalizar los acuerdos, nos dirigirnos De la Huerta y yo a comer en Chapultepec, de paso dio a Pansi no sólo la mano, sino también el abrazo de la reconciliación.
Y todos sabíamos que la cosa era inevitable. Apenas subió a la Presidencia Obregón, Pansi resultó Ministro de Relaciones; había sido ya Ministro de todo; cuando Carranza, le llamaban el Comodín.
Pero no se hallaba satisfecho en Relaciones. Le tiraba a la Secretaría de Hacienda. Y la desgracia era que Obregón, por el fondo de su ánimo pensaba lo mismo, imaginaba que Pansi era un financiero. Sabe mucho de bancos, me había dicho una ocasión en que se mencionó a Pansi en una de las juntas que convocaba Obregón antes de asumir el mando.
Sin embargo, ante la influencia grande que su éxito en la Presidencia otorgaba De la Huerta, Pansi se conformó con el hueso, que lo era, de la cartera de Relaciones. No obstante la categoría protocolar, siempre ha sido un hueso para los políticos; primero, porque no tenemos propiamente cancillería, supeditado, como todo lo ha estado, a las indicaciones de Washington; y segundo, porque el despacho no da ocasión de negocios apreciables. ni siquiera de manejo de fondos en grande.
No hay negocios en Relaciones, reconoce todo el mundo; pero en el caso de Pansi no contábamos con su ingenio, digamos de una vez, con su genio. Humilde y con aires de niño culpable pero arrepentido, escuchaba Pansi las deliberaciones de los Consejos de Ministros, cruzadas las manos sobre el vientre y sonriendo a todos, con esa sonrisa perenne que Antonio Villarreal, en su misma cara, le bautizó con el nombre robado al cine de Hollywood: The Million Dollar Smile.
—A esa sonrisa debe usted todos sus éxitos —le decía Villarreal, y Pansi asentí. Por eso yo estuve cobrando sueldo de Ministro en Europa mientras usted y Vasconcelos se morían de hambre en el destierro, respondía Pansi y chupaba la pipa contento.
Pues de repente abandonó Pansi la pipa y la sonrisa para hablarnos, uno a uno y muy en serio, de un caso de patriotismo irrecusable.
—El próximo septiembre se cumplen cien años de la promulgación del Plan de Iguala, que determino nuestra Independencia de España. En mil novecientos diez, el porfirismo había celebrado con boato el centenario del grito de Dolores, el inicio de la Independencia; pero ahora —alegaba Pansi— se trata de algo más importante, se trata de la consumación
Y nadie le hacía caso; pero un día, en Consejo de Ministros nos dimos cuenta de que había logrado convencer a Obregón. Nunca me expliqué cómo un hombre de juicio tan despejado como Obregón se dejó llevar a fiestecitas, como no sea por la circunstancia de que Pansi no dejó ver al principio todo el alcance de sus planes. Cuando en el mencionado Consejo se invitó a los ministros a que nombrasen representantes en un Comité del Centenario que pronto comenzaría a funcionar, yo alegué que no tenía tiempo para fiestas, que en mi departamento había trabajo. De la Huerta Calles también se excusaron. Esto era lo que quería Pansi, porque de allí salió investido con facultades plenas para presidir él el Comité y organizarlo.
Y comenzó la Comisión del Centenario a hacer ruido y a gastar cimero. Se corrió invitación a todos los gobiernos de la Tierra: se prepararon desfiles militares, banquetes y representaciones teatrales. Para contentar a De la Huerta, aficionado al canto se le consultó y se le dejó contratar una compañía de ópera que dio funciones en un mal teatro, pero con personal en grande, llevado del Metropolitan, engalanado con la Mussio y no sé quiénes más, y buen repertorio, en parte ruso. Fue la única manifestación culta de todo un mes de saraos y comilonas tan continuados, que uno de los miembros de una delegación extranjera cayó muerto de apoplejía en pleno baile de Palacio.
Para acallarme a mí, el Comité proyectó una escuela que se llamaría del Centenario, y que pasadas las fiestas sería anexada a la Universidad. Establecieron la escuela en casa alquilada con dotación mezquina, a tal punto, que no la quise recibir de un modo formal:
—Carrancistas habían de ser ustedes los de Pansi —dije a la Comisión— para que osaran hablar de abrir una escuela sin hacer primero casa propia y adecuada.
Pero el alboroto de las Fiestas emborrachaba a la ciudad, deslumbraba a la República. No quise perder la ocasión de aprovechar aun esto para la propaganda de la labor educacional, en vísperas de la discusión de la Ley en el Congreso. De suerte que, sin desdecirme en mi negativa de asistir a banquetes oficiales y recepciones, tomé a mi cargo las sesiones de un Congreso de estudiantes latinoamericanos que se reunió aquel mes, y presidí recepciones universitarias sencillas en honor de huéspedes distinguidos que el Congreso llevó al país, tales como José Eustasio Rivera, el novelista de La Vorágine; don Ramón del Valle Inclán, y el Ministro colombiano Restrepo.
Sin embargo, el balance de las fiestas nos fue altamente desfavorable. Cuando me presenté un sábado, como de costumbre, a cobrar a De la Huerta los cuarenta mil pesos de la raya para la obra del Ministerio y las escuelas nuevas, me previno:
—Ya no emprenda nuevas obras porque estamos en apuros de dinero. Las fiestecitas de Pansi, comprendiendo los gastos extraordinarios de Guerra para equipo y vestuario de las tropas que han hecho desfiles, maniobras, nos cuestan once millones de pesos.
Mantenía De la Huerta en caja un saldo favorable de dieciséis millones: esa reserva estaba agotada. El gran empuje constructivo de los inicios de la administración Obregonista sufrió su primer tropiezo por causa de Pansi. el Malhora de la administración, que no teniendo qué hacer casi en Relaciones, se había inventado el negocio del patriotismo retrospectivo.
Nunca se habían conmemorado los sucesos del Plan de Iguala y la proclamación de Iturbide, ni volvieron a conmemorarse después. Aquel Centenario fue una humorada costosa. Y un comienzo de la desmoralización que sobrevino más tarde.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario