Autor: David Gómez Salas
Cuando el asaltante me amenazó con su revolver, supe que debía aplicar lo aprendido en las calles del Distrito Federal.
1. Aprendizaje
Cuando era joven y conducía mi vehículo en la ciudad de México, con frecuencia me detenían los oficiales de policía y tránsito con el pretexto de verificar mis papeles y otras cosas: tarjeta de circulación, licencia de conducir, calcomanías en los cristales, placas, llanta de refacción, extintor de fuego, etc.
El objetivo de los policías era siempre el mismo, complicarme la vida para que les diera dinero. Los agentes de tránsito habían desarrollado gran habilidad para convencerme que el único camino que existía para evitar una multa, era darles una gratificación. Por eso les dicen: “mordelones”. Por un lado deseaba no caer en la corrupción (dar dinero) y por otro lado necesitaba cuidar mi dinero y mi tiempo (no ir a las agencias del ministerio público).
—Levante la infracción—dije en una ocasión a un agente de tránsito. No estaba de acuerdo en fomentar la corrupción.
—Pues hay que llevar el carro al Corralón, porque tiene placas de Chiapas—contestó. Así que sígueme. Te va salir caro y perderá más tiempo. Además de la multa pagarás pensión y a lo mejor le quitan algo a tu carro. Ya verás, sentenció.
Desafortunadamente así sucedió, el vehículo quedó detenido desde el día viernes hasta el lunes.
—Para que no te vuelva a pasar, da siempre una gratificación al agente—aconsejó el empleado que me atendió el lunes. Así funcionan las cosas, agregó.
Era un juego molesto de la vida cotidiana. Ellos con la impunidad que les otorgaba su uniforme y la placa, intentaban quitarme algunos pesos. Yo me defendía tanto como lo puede hacer un ciudadano común, prácticamente nada. Hay que pagar para que no se complique. Solo aspiraba pagar lo menos posible.
En mis enfrentamientos verbales con la policía, aprendí a temerles y a cuidarme de ellos. Fueron muchos incidentes, la mayoría tensos, algunos podrían ser calificados como ridículos ó cómicos.
—No tengo dinero, échame una mano, dije una vez a un agente de tránsito.
—Abre la guantera y busca bien—me contestó.
Para convencerlo que no tenía dinero abrí la guantera. El oficial vio una botella de perfume “Brut” y un llavero, y demás observó la pluma que llevaba en la bolsa de la camisa.
—Dame el perfume, el llavero y tu pluma (bolígrafo); y te la perdono—dijo con cinismo.
En otra ocasión discutía con un agente de tránsito, de los que conducen motocicleta. El tema era sobre una supuesta infracción al Reglamento de Tránsito de esa época. El texto del reglamento decía que las placas de circulación deberían estar colocadas “preferentemente” al centro del carro; y él deseaba levantarme una infracción debido a que la placa delantera no estaba exactamente al centro, se encontraba recorrida quince centímetros a la izquierda.
Le expliqué que la palabra “preferentemente” significaba que era el lugar que tenia primacía, pero que no era el sitio obligatorio. Además, le dije que la diferencia con el centro exacto, era mínima.
—La placa debe estar exactamente en el centro—dijo el agente, que se aprovechaba de su “autoridad” para hacer valer sus argumentos.
Después de estar discutiendo cerca de diez minutos, pasó una patrulla y la detuve para explicarles a los oficiales mi situación. Me acerqué a la ventanilla de la patrulla para hablar con el oficial que no venía al volante, todavía no empezaba a hablar cuando observé de reojo, que el supuesto agente arrancó su motocicleta y huyó.
No fue necesario dar muchas explicaciones, cuando me acerqué a la patrulla.
—Vamos de paso, no somos de este sector—dijo el policía que manejaba la patrulla, y se alejó del lugar.
Al menos sirvió para descubrir que el policía motociclista era falso ó que estaba fuera de su sector.
También recuerdo que muchas veces los policías manejaban sus patrullas al lado de mi auto por varias cuadras, cuando finalmente me ponía nervioso, volteaba a verlos.
—¡Oríllese a su derecha!—gritaban al notar que estaba nervioso.
Afortunadamente aquel tipo de extorsión en las calles fue terminando conforme tuve más años y carros menos viejos. Tengo la impresión que ellos buscan como victimas, “preferentemente”, a jóvenes de clase media sin influencias.
Desde aquella época tenía una imagen pésima de la policía, y ahora tengo peor imagen de ellos. Conocí cosas peores de la policía, que hacen ver insignificantes a las anécdotas relatadas. Considero que entre ellos, se encuentran los delincuentes más peligrosos.
2. Reacción
Años después, en una ocasión le di un aventón a un amigo que trabajaba en una línea aérea, cuando llegamos a su oficina en la avenida Xola, me devolvió mi celular, bajó del automóvil y se despidió. Eran los primeros minutos después de la media noche.
Por recibir el celular que le había prestado, me distraje y no puse el seguro de esa puerta.
Arranqué el automóvil y pensé en llamar por teléfono a mi esposa para avisar que ya iba a casa. Veinte metros más adelante había un semáforo en alto y mientras esperaba la luz verde decidí hacer la llamada; acerqué el celular a la ventanilla izquierda para ver mejor las teclas con la luz del alumbrado público, marqué el número telefónico, y cuando esperaba que contestaran el teléfono, se abrió repentinamente la puerta delantera del lado derecho y se introdujo un hombre armado.
El asaltante entró insultando, y haciendo alarde de violencia arrancó el cable que conecta el celular al encendedor de cigarros. Con la mano derecha puso una pistola en mi sien derecha y con la mano izquierda me sujetó de los cabellos, sacudiéndome la cabeza de un lado a otro.
— ¡Vas hacer lo que te diga o te vas morir, hijo de la ...!—amenazó.
Me limité a guardar el celular con la mano izquierda abajo del asiento, a un lado de la puerta. La violencia física y verbal era intensa y abrumadora, para intimidarme al máximo.
—¡Me vas a llevar a donde te diga!—gritó.
Durante la agresión reaccioné moviendo la cabeza en la misma dirección y sentido que daba el matón a sus jalones. Mi propósito era dar la apariencia de estar ebrio, deseaba que el rufián me sintiera débil y sometido. Pensé que así podría evitar que se le ocurriera golpearme con la pistola, para dominarme de manera apabullante o incluso apalearme hasta que quedara inconsciente.
Me di cuenta que el asaltante estaba sorprendido de poder sacudirme la cabeza con tanta facilidad. El delincuente observaba mi rostro, para descubrir si realmente venía muy ebrio o si estaba fingiendo y era necesario ablandarme a golpes. Podía utilizar, de un momento a otro, la pistola que mantenía al lado de mi cabeza.
Me mantuve en silencio y con la mirada al frente, para que el asaltante tuviera la seguridad de que él tenía la situación dominada por completo. De esta manera esperaba que dejara de jalarme el cabello y empezará a dar órdenes. Necesitaba conocer sus planes, saber a donde quería ir y obtener cualquier dato sobre su personalidad.
—Te llevaré a donde quieras, dime a donde quieres ir—le dije. Lo hice sin dirigirle la mirada, cuando hubo una pausa en los gritos del agresor.
El delincuente se movió para sentarse en forma más cómoda, enderezó su espalda y levantó el pecho; de esa manera se veía más alto.
—Vete por toda la avenida Xola—ordenó. Después doblas a la derecha en Calzada de Tlalpan y te vas derecho hasta llegar a la parada del metro General Anaya ahí te diré donde darás vuelta a la derecha.
De inmediato pensé que tenía un trayecto de más o menos cinco kilómetros para salir del problema, siempre y cuando fuera cierto lo que había dicho. Podía ocurrir que me quitara el auto antes de recorrer esa distancia, pero por la forma directa y concisa en que lo expresó, parecía haber dicho la verdad.
La avenida Xola estaba desierta y estrellarse contra un poste o una casa, no parecía ser una solución, pues sí el maleante me pegaba un tiro, podría huir y nadie lo vería. Llegué a la conclusión que lo mejor era estrellarme contra un automóvil, así habría testigos y se complicaría la situación para el asaltante.
Con testigos de por medio quizás tendría oportunidad de correr a pie después de chocar. Pensé que al llegar a la calzada de Tlalpan habría más oportunidad, porque ahí circulan más carros. Pero el plan era chocar el auto a la primera oportunidad.
Es probable que el asaltante sospechara mi intención, pues me ordenó que no tomara los carriles centrales y no manejara rápido, de esta manera no podría alcanzar a otro automóvil.
No me convenía girar a la izquierda, porque el impacto sería de mi lado, lo ideal era chocar el auto por el lado derecho o de frente.
Seguimos el viaje por los carriles de baja velocidad y no tuve la suerte de encontrar un automóvil que circulara más lento, para embestirlo.
Al llegar a la esquina de avenida Xola con calzada de Tlalpan, creí que el tipo me iba a ordenar tomar una de las calles oscuras de esa zona, para quitarme el auto y darme un tiro. Coincidió que sus insultos arreciaron. Pensé que debía haberme arriesgado antes, pues a veces no se presentan las condiciones que uno espera y se termina el tiempo.
Afortunadamente el delincuente no me ordenó ir a las calles oscuras, y tomamos la Calzada de Tlalpan; siguiendo la ruta que él había dicho.
Los golpes se hicieron menos frecuentes e ignoré sus insultos. Pensaba infinidad de cosas, ya que además de cavilar sobre como librarme del asaltante, me lamentaba por haber tomado bebidas alcohólicas y por no estar en plenitud para reaccionar lo mejor posible. También me lamentaba por no haber puesto el seguro a la puerta, cuando mi amigo bajó del auto.
Pensaba en mi esposa y en mis hijas. Recordaba que cuando regresaba muy noche a casa, le decía a mi mujer que sabía cuidarme para que no se preocupara.
También le decía bromas de mal gusto como: no te preocupes, la mala hierba nunca muere y otras; que a ella no le gustaban.
Seguí conduciendo por la calzada de Tlalpan hacia el sur, por el carril de baja velocidad, algunos autos me rebasaban por la izquierda, pero lo hacían a gran velocidad. Pasaban tan rápido que no me convenía chocar contra uno de ellos, un impacto tan fuerte me mataría y además ocasionaría la muerte de gente inocente. Mi intención era arriesgarme sin llevarme a nadie más.
Después de un largo recorrido encontré una patrulla estacionada, justo una cuadra antes de llegar a la parada del metro General Anaya. Avancé para estrellarme contra ella pues era mi última oportunidad.
Él asaltante me había dicho que por ahí daríamos vuelta a la derecha y yo recordaba que esas calles siempre están vacías después de las once de la noche, y era la una de la mañana.
Imaginaba que nos estacionaríamos en una calle oscura, que me obligaría a bajarme del auto, me pegaría un balazo y se llevaría el carro. Me figuraba que los vecinos encenderían las luces de sus casas, llamarían a la policía y bajaría hasta que estuvieran seguros de que ya no había peligro. Así que estaba obligado a jugarme la vida.
El delincuente no adivinó mi intención de estrellarme contra la patrulla, pensó que llamaría la atención tocando el claxon, porque apretó la pistola contra mi cabeza y me dijo: Si das claxonazo, ¡te vas!
Cuando escuche el “click” de su pistola, interpreté que la pistola estaba preparada para disparar, por lo que decidí no chocar contra la patrulla, se podría disparar la pistola al momento del impacto.
Como conducía al automóvil a baja velocidad, frené con suavidad y detuve el auto justo al lado izquierdo de la patrulla, y sin hacer movimientos bruscos toque el claxon lo más breve posible. Él tenía que decidir si disparaba o no, frente a la policía.
No hubo impacto ni “claxonazo”. Actué con serenidad y sin movimientos violentos, preparado para acelerar y poner mi auto frente a la patrulla ó subirlo a la banqueta para escapar a pie. Por instinto sabía que en un escenario violento, él podría darme un tiro de inmediato, por eso reaccioné así.
El tipo no disparó, solo escondió el arma bajo su chamarra dando la espalda a la patrulla, bajó del automóvil con cierta rapidez pero sin perder el estilo; cerró la puerta y se paró frente a la ventanilla dando de nuevo la espalda a la patrulla. Me incliné lentamente sobre el volante para poder ver al patrullero, ya que el delincuente obstruía con su cuerpo la ventanilla.
El malhechor se sabía observado por el policía, así que simuló ser un amigo al que yo le había dado un aventón a ese punto. Levantó la mano derecha para decirme adiós en forma breve, y se fue caminando con tranquilidad. Pasó por atrás de la patrulla y se subió a la banqueta. No supe más, me fui a casa.
Nada dije al policía de la patrulla, ni siquiera intenté ver su rostro de nuevo, por experiencia sabía que no debía confiar en él.
El delincuente no me quitó la cartera, ni el auto, ni me llevó a un cajero automático, ni me causo heridas graves. Salí con vida.
En contraparte, tenía la certeza que entrar en contacto con la policía, me haría daño.
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