lunes, 10 de octubre de 2011

Percepción. Autor David Gómez Salas

Eran casi las dos de la mañana cuando llevé en mi auto a mi amigo Juan Manuel, al edificio donde estaba su oficina. En cuanto entró al edificio, arranqué el auto y tomé el celular para avisarle a mi esposa que ya iba a casa.

Veinte Metros más adelante me detuve ante un semáforo en rojo, intempestivamente se abrió la puerta delantera del lado derecho y entró al auto un hombre armado.

—¡Te vas morir hijo de la chingada, sino obedeces!—Gritó.

—¡Me vas a llevar a donde te diga!—Agregó con otro grito.

Con la mano izquierda me sujetó de los cabellos, sacudiéndome la cabeza de un lado a otro; y con la otra mano, puso una pistola en mi sien derecha.

Por instinto de conservación reaccioné moviendo la cabeza en la misma dirección y sentido de los jalones que me daba el agresor, para aparentar estar más ebrio de lo que estaba. Pensé que así el asaltante me golpearía menos para someterme.

El asaltante parecía sorprendido al ver que podía sacudirme la cabeza con mucha facilidad. Sentí que me observaba para descubrir si realmente venía muy ebrio o estaba fingiendo.

Me mantuve en silencio y con la mirada al frente, para que el asaltante tuviera la seguridad de que él tenía la situación controlada por completo. Necesitaba que se sintiera dominador y dejara de golpearme.

—Te llevaré a donde quieras, dime a donde quieres ir—Le dije. Sin dirigirle la mirada.

El delincuente se acomodó en el asiento, se enderezó y levantó el pecho. Se veía más alto. Mantuvo la pistola apuntándome, pegada a mi cabeza.

—Vete por toda la Avenida Xola—Ordenó. Y agregó: al llegar a la Calzada de Tlalpan, te vas a la derecha hasta llegar a la Estación del Metro General Anaya, por ahí te diré más.

Contaba, más o menos, con cinco kilómetros para salir del problema, siempre y cuando fuera cierto lo que había dicho. Podía suceder que me quitara el auto antes de recorrer esa distancia, pero por la forma directa y concisa en que lo expresó, parecía haber dicho la verdad.

Primero consideré estrellar el auto contra un poste o una casa. Pero no parecía ser una solución, pues el maleante podría pegarme un tiro y huir, sin que alguien lo viera. No habría testigos, porque no había peatones y pasaban muy pocos autos.

Lo mejor era chocar contra otro automóvil, para que quedaran testigos de mi muerte. Y con muchísima suerte, quizás hasta tendría la oportunidad de salir del auto, después del impacto, y correr.

Deseaba complicarle la situación al asaltante, al llegar a la Calzada de Tlalpan, porque ahí circulan más carros que en la Avenida Xola.

—Vas a ir despacio por el carril de la derecha—Me ordenó, el maldito.

Por ese carril de baja velocidad, no era posible alcanzar a otro automóvil. Tampoco podía girar el auto a la izquierda para chocar con otro que pasara a alta velocidad, porque el impacto sería de mi lado. Debía chocar el auto por el costado derecho, de su lado. En último caso de frente.

Seguimos por el carril de baja velocidad y no tuve la suerte de encontrar un automóvil que circulara más lento, para embestirlo.

Al llegar a la esquina de Avenida Xola con Calzada de Tlalpan, sus insultos y golpes arreciaron. Creí que el tipo me iba a ordenar tomar una de las calles de esa zona, para quitarme el auto y darme un tiro. Es una zona casi sin alumbrado público, muy oscura.

Pensé que debía haberme arriesgado antes, porque quizás ya se estaba terminando mi tiempo.

Afortunadamente el delincuente no me ordenó ir por esas calles negras. Tomamos la Calzada de Tlalpan; siguiendo la ruta que él había dicho. Aquí los golpes se hicieron menos frecuentes e ignoré siempre sus insultos.

Pensaba infinidad de cosas, ya que además de cavilar sobre como librarme del asaltante, me lamentaba por haber tomado varios tragos y no estar en plenitud para reaccionar lo mejor posible. También lamentaba no haber puesto el seguro a la puerta, cuando mi amigo bajó del auto.

Pensaba en mi esposa y en mis hijas. Recordaba que cuando regresaba muy noche a casa, le decía a mi mujer que sabía cuidarme para que no se preocupara. Y ahora, si salía vivo, con que cara podría verla, sin recordar mi presunción. También le decía: “no te preocupes, la mala hierba nunca muere” y otras tonterías.

Seguimos por la Calzada de Tlalpan hacia el sur, por el carril de baja velocidad. Dos o tres autos me rebasaron por la izquierda, pero por el carril de máxima velocidad. La Calzada de Tlalpan tiene cuatro carriles en cada dirección. Pasaban muy separado de mí y a gran velocidad, fácilmente me matarían al atravesarme en su camino.

Después de un largo recorrido encontré una patrulla estacionada, justo una cuadra antes de llegar a la Estación del Metro General Anaya. Avancé para impactarla, era mi única oportunidad, aunque fuera la policía.

El asaltante me había dicho que por ahí daríamos vuelta a la derecha y yo recordaba que esas calles están siempre vacías después de las once de la noche. A esa hora con más razón.

Imaginaba que nos estacionaríamos en una calle oscura, que me obligaría a bajarme del auto, me pegaría un balazo y se llevaría el carro. Me figuraba que los vecinos encenderían las luces de sus casas, llamarían a la policía y bajaría hasta que estuvieran seguros de que ya no había peligro.

Estaba obligado a jugarme la vida en esa oportunidad. Estrellarme contra la patrulla. Pero…

—¡Si das claxonazo, te vas!—dijo, el maleante. Apretó la pistola contra mi cabeza y escuche un “click”, que interpreté había preparado la pistola para disparar.

Decidí no chocar contra la patrulla, se podría disparar la pistola al momento de la colisión. No sé porque pero frené con suavidad y detuve el auto justo al lado izquierdo de la patrulla, y sin hacer movimientos bruscos toque el claxon lo más breve posible.

Él malhechor tenía que decidir si disparaba o no, frente a la policía.

El tipo no disparó, bajó el arma y la escondió bajo su chamarra, dando la espalda a la patrulla se bajó del automóvil con agilidad y sin perder el estilo. Cerró la puerta sin golpearla y se paró frente a la ventanilla dando de nuevo la espalda a la patrulla.

El delincuente obstruía con su cuerpo la ventanilla, así que me incliné lentamente sobre el volante para poder ver la patrulla. Había dos policías.

El malhechor simuló ser un amigo al que yo le había dado un aventón a ese punto. Levantó la mano derecha para decirme adiós en forma breve, pasó por atrás de la patrulla, se subió a la banqueta y se fue caminado con tranquilidad. No supe más, me fui a casa.

El delincuente no me quitó la cartera, ni el auto, ni me llevó a un cajero automático, ni me causo heridas graves. Salí con vida.

Nada dije a los policías de la patrulla, ni siquiera intenté ver su rostro de nuevo, no confío en ellos. Desde estudiante me provocan mucho temor.

Me dijo un amigo extraterrestre: Yo no lo hubiese dejado ir así: "caminando con tranquilidad" sobretodo ya libre del cañón de esa pistola y teniendo a mano toda esa patrulla policial.

Y contesté: Me da gusto que tu percepción sea diferente a la mía. Pienso que por aquí, son peores los de uniforme…

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