miércoles, 17 de febrero de 2010

La independencia de México y la educación

La independencia de México y la educación
Por David Gómez Salas



¿Qué nos queda de México? ¿Donde quedó aquella gran patria? Nos subsiste un México muy dominado en territorio y en aspiraciones. Resultado de errores y traiciones que nos ha costado la pérdida de la mayor parte del territorio. Un país que agota sus recursos naturales, dependiente del exterior en alimentos, energéticos, tecnología, maquinaria y equipo.

La educación ha sido saboteada por conveniencia de las dictaduras, de los acaparadores corruptos, y por los creadores de monopolios. Quienes trabajan para tener un país con mano de obra barata, mal pagada. Sujeta a las decisiones del capital. Un país con una decena de los hombres más ricos de la tierra; y cerca de 60 millones de pobres, mal alimentados y sin acceso al conocimiento.


El único camino posible para superar esta calamidad es la educación. Crecer en talento sería el objetivo (temido por gobernantes y monopolizadores). Hacer de los mexicanos el recurso más valioso que la extensión territorial. Celebremos el bicentenario de la independencia estudiando y trabajando cotidianamente a favor de la educación. Esa es la fiesta grande, la que producirá alegría más duradera.


Por lo anterior, reproduzco a continuación la explicación de José Vasconcelos sobre el escudo de la Universidad Nacional Autónoma de México y su lema “Por mi raza hablará el espíritu”


Fue aprobado por unanimidad en la sesión celebrada por el Consejo de Educación el 27 de abril de 1921. El rector José Vasconcelos Calderón presentó la propuesta.


Texto de la propuesta
Considerando que a la Universidad Nacional corresponde definir los caracteres de la cultura mexicana, y teniendo en cuenta que en los tiempos presentes se opera un proceso que tiende a modificar el sistema de organización de los pueblos, substituyendo las antiguas nacionalidades, que son hijas de la guerra y la política, con las federaciones constituidas a base de sangre e idioma comunes, lo cual va de acuerdo con las necesidades del espíritu, cuyo predominio es cada día mayor en la vida humana, y a fin de que los mexicanos tengan presente la necesidad de fundir su propia patria con la gran patria Hispano-Americana que representará una nueva expresión de los destinos humanos; se resuelve que el Escudo de la Universidad Nacional consistirá en un mapa de la América Latina con la leyenda “Por mi raza hablará el espíritu”; se significa en este lema la convicción de que la raza nuestra elaborará una cultura de tendencias nuevas, de esencia espiritual y libérrima. Sostendrán el es codo un águila y un cóndor apoyado todo en una alegoría de lo volcanes y el nopal azteca.


En noviembre de 1954, José Vasconcelos explica ante la Confederación Nacional de Estudiantes, entre otras cosas, lo siguiente:


¿Qué es el escudo? El escudo es, en primer lugar, una protesta en contra de aquel pequeñito anhelo que arrodillaba a la juventud en lo que se llamó el altar de la patria jacobina. Altar sin Dios y sin santos. Altar en que muchas veces el caudillo sanguinario ha suplantado al héroe y al santo. Altar que, en todo caso, está cerrado con techos de concreto a la penetración de los efluvios que vienen de lo alto. Y luego, ¿cuál patria?; no la grande que compartimos con nuestros mayores del imperio universal español, sino la muy reducida en el territorio y en la ambición, que es el resultado de los errores del periodo de formación que nos costara la pérdida de Texas y de California. Después de la Revolución, que tantas esperanzas engendró porque no se ligaba con ningún pasado sombrío; porque en sus comienzos no intentaba continuar la Reforma sino rectificar la Reforma, resultaba indispensable provocar el crecimiento del alma nacional. Y ya que no podíamos reconquistar territorios geográficos. No quedaba otro recurso que romper horizontes y ensanchar el espacio ideal por donde el amor, ya que no la fuerza, pudiera conquistar heredades del espíritu, más valiosas a menudo que la disputada soberanía territorial. El paso inmediato, en consecuencia, era obvio: reemprender el esfuerzo ya secular pero abandonado y saboteado por las dictaduras nacionalistas, de ligar nuestro destino con los países de nuestra estirpe española, en el resto del continente.

La independencia del sur, con Bolívar, con San Martín, había engendrado no sólo nacioncitas, a lo liberal británico; también había inventado el anhelo de constituir con los pueblos afines por el lenguaje y la religión, federaciones nacionales poderosas. Nosotros no pudimos conservar ni siquiera la confianza de Centroamérica, a efecto de haber construido una vigorosa federación del norte, aliada con el grupo disperso de los pueblos ilustres de Las Antillas. Todo por culpa de las dictaduras y de la confusión doctrinaria de la Reforma, que en su odio a España, nos deformó el patriotismo subordinado al recorte territorial y a la mentira de una soberanía fingida.

Rota, desde hacía tiempo, nuestra solidaridad con los hermanos de la América Española y de España, un sentimiento reducido e intoxicado además de falsas patrioterías, mantuvo en opresión nuestros pechos hasta que la Revolución despertó exigencias nobles, informes. Ensancharlas era el deber de la Universidad. Símbolo gráfico de esta eclosión del alma mexicana, fue el diseño del escudo entonces nuevo, cuya historia estoy describiendo. Consta el escudo de dos elementos inseparables: el mapa de América Española que encierra en su fondo, y el lema que le da sentido. Por encima del encuadramiento, un águila y un cóndor reemplazan el águila bifronte del viejo escudo del Imperio Español de nuestros padres. Ahora, en el escudo, el águila representa a nuestro México legendario, y el cóndor recuerda la epopeya colectiva de los pueblos hermanos del continente.

Figurada de esta suerte la unidad de nuestra raza, sólo faltaba pedir al Verbo una expresión que marcara la ruta de los destinos comunes. Me vino ésta, de súbito, y fue la voz de un anhelo que se rehacía en la Universidad y había de retumbar por todos los confines de la lengua: es el lema un compromiso quizás demasiado ambicioso.


POR M RAZA HABLARÁ EL ESPÍRITU, es decir, deberemos ser algo que signifique en el mundo. Y en primer lugar dije raza porque la tengo, la tenemos. Nuestra raza, por la sangre, a se sabe, es doble, pero sólo en México, en el Perú, en el Ecuador, donde hay indios. En el resto de América nuestra raza es una mezcla de base latina, española e italiana que no excluye una sola de las variedades del hombre; ni el negro del Brasil, ni el chino de las costas peruanas. Una raza compuesta que lo será más aún en el futuro. De allí la tesis de la raza cósmica que implícitamente está con tenida en el escudo y que hoy anuncian historiadores como Toyn bee, como fatal conglomeración humana en todo el planeta. Pero por lo pronto, hay que comenzar recordando que somos latinos. Dentro de lo latino, nos impelen hacia adelante los gérmenes de las más preciadas civilizaciones: el alma helénica y el milagro judío-cristiano, el derecho de la Roma pagana y la obra civiliza dora de la Roma católica.


En nuestro abolengo hay nombres envidiados de todas las naciones, como Dante Alighieri, magno poeta de todos los tiempos. En nuestro pensamiento hay torres como Santo Tomás y San Buenaventura. Y particularmente en la América nuestra, del Paraguay a California, es el cordón franciscano la disciplina de la obra civilizadora que todavía se prolonga y que no hubiera alcanzado realización sin el esfuerzo quijotesco que guió la Conquista. Raza es, en suma, todo lo que somos por el espíritu: la grandeza de Isabel la Católica, la Contrarreforma de Felipe II que nos salvó del calvinismo, la emancipación americana que nos evitó la ocupación inglesa intentada en Buenos Aires y en Cartagena y que, con Bolívar, fijó el carácter español y católico de los pueblos nuevos. Nuestra raza es, asimismo, toda la presente cultura moderna de la Argentina, con el brío constructor de los chilenos, la caballerosidad y galanura de Colombia, y la reciedumbre de los venezolanos. Nuestra raza se expresa en la doctrina política de Lucas Alamán, en los versos de Rubén Darío y en el verbo iluminado de José Martí. Todo esto es lo que el lema contiene y coordina para en caminarlo hacia la grandeza imperial. Nos despierta el emblema el orgullo fecundo y la ambición noble de los pueblos que no se contentan con recibir hecha la historia sino que la engendran, la conforman, le imprimen grandeza.


Quise, en fin, dar a los jóvenes por meta, en vez de la patria chica que nos dejó el liberalismo, la patria grande de nuestros parentescos continentales.

domingo, 14 de febrero de 2010

Costosa fiesta por el Centenario de la Independencia. Por David Gómez Salas

Presento una historia que muestra la existencia de motivos no muy patrióticos, para organizar “Fiestecitas”, como las conmemoraciones del Bicentenario de la Independencia de México.
El relato se refiere a la celebración forzada del Centenario de la Consumación de la Independencia. Fue escrito por José Vasconcelos Calderón. En la obra titulada “El desastre”, publicada por el Fondo de Cultura Económica y otras editoriales.

UN CENTENARIO FORZADO. José Vasconcelos Calderón

Nunca he sido aficionado al billar ni a juego algo que desperdicie nuestro tiempo. El concepto del pasatiempo no tiene sentido ante tanta cosa interesante como la vida ofrece; pero a todo me he asomado; así es que conozco la jerga de la sala de billares de nuestra vieja capital. En torno a los jugadores suelen plantarse los mirones, por lo común vagos, entre los cuales sobresale algún profesional del ocio, tipo antipático importante; comienza a perder uno de los jugadores que antes llevaba alta la cuenta de las carambolas y, fatalista, exclama: Desde que llegó ese malhora —dirigiéndose al Intruso— no hago sino perder. Y se escuchan voces: Quítate, malhora; ahora, malhora. Tal es el malhora, uno que ni juega ni deja jugar y que trae, además, la mala suerte, la jettatura de los italianos.

En el primer Gabinete de Obregón había ministros laboriosos, bien intencionados y dedicados con ímpetu a su labor. El lunar era Pansi, que pronto se convirtió también en Malhora. He dicho que no persigo a Pansi con mis acusaciones por causa de rencor personal, que no lo tengo, y que de tenerlo no dedicaría a escritos que no destino al presente; pero el mismo relato demostrara al lector desapasionado que no podría eximirme de ocuparme del personaje sin que quedara trunco el tema, inexplicable, del curso adverso que pronto tomaron las cosas.
En el grupo que constituíamos los Obregonistas, Pansi era un intruso odiado de todos y tolerado apenas por mí y por Villarreal. Calles lo detestaba y De la Huerta nunca lo pudo pasar. Hubo para ello causa específica. Se hallaba Pansi de ministro del carrancismo en París cuando ocurrió la caída y asesinato de don Venustiano. Y creyendo Pansi que aquel crimen tendría las repercusiones que provocó el sacrificio de Madero, siendo incapaz de distinguir entre la inmolación del justo y la muerte de un culpable, adelantó declaraciones encendidas en contra de los asesinos, señalando particularmente a los autores del plan de Agua Prieta: es decir: De la Huerta y Calles. Y Pansi mandó una renuncia, rara en su vida de burócrata, al Gobierno provisional que duró unos días, al ocupar don Pablo González la metrópoli. Los diarios dieron gran vuelo a la renuncia, que a las pocas horas era rectificada. Pues sabedor Pansi, a destiempo, que Obregón reaparecería como jefe del movimiento, apresuróse a retirarla con excusas. Pero no lo reinstalaron. Y por primera en muchos años quedó cesante. No es que le importara el sueldo; tanto dinero tenía que, aparte de buena casa en la Reforma, se había podido hacer de una colección de cuadros o copias de maestros, que más tarde vendió en cerca de cuatrocientos mil pesos; pero la idea de quedar fuera de la nueva situación le causaba amargura.
Y desde Europa empezó a escribirnos felicitándonos a los dos bobos, bonachones del régimen, Villarreal y yo, únicos que podíamos influir, por nuestra pureza, en el perdón de los pecados del prójimo. Y pronto se me presentó en la Universidad.
—Lléveme con De la Huerta —rogó, y de puro animal cedí, empezando por hablar con Alessio el secretario particular.
—Ay, Vasco; no sabe lo que acaba de hacer. Por este hombre tiene debilidad Obregón, a causa de que es insinuante y flexible…
El día de mañana Vasco, usted y yo vamos a tener que pedirle que nos consiga una audiencia con el Presidente, quienquiera que sea el Presidente.
No hice mayor caso de las advertencias de Alessio, y un día, por sorpresa casi, dejé a Pansi en la antesala y dije a De la Huerta: Si tiene tiempo a la salida, diga dos palabras a Pansi, que anda afligido no pide nada, solamente estrecharle la mano.
De la Huerta que es también un buenazo, accedió, delante de mí, y al finalizar los acuerdos, nos dirigirnos De la Huerta y yo a comer en Chapultepec, de paso dio a Pansi no sólo la mano, sino también el abrazo de la reconciliación.
Y todos sabíamos que la cosa era inevitable. Apenas subió a la Presidencia Obregón, Pansi resultó Ministro de Relaciones; había sido ya Ministro de todo; cuando Carranza, le llamaban el Comodín.
Pero no se hallaba satisfecho en Relaciones. Le tiraba a la Secretaría de Hacienda. Y la desgracia era que Obregón, por el fondo de su ánimo pensaba lo mismo, imaginaba que Pansi era un financiero. Sabe mucho de bancos, me había dicho una ocasión en que se mencionó a Pansi en una de las juntas que convocaba Obregón antes de asumir el mando.
Sin embargo, ante la influencia grande que su éxito en la Presidencia otorgaba De la Huerta, Pansi se conformó con el hueso, que lo era, de la cartera de Relaciones. No obstante la categoría protocolar, siempre ha sido un hueso para los políticos; primero, porque no tenemos propiamente cancillería, supeditado, como todo lo ha estado, a las indicaciones de Washington; y segundo, porque el despacho no da ocasión de negocios apreciables. ni siquiera de manejo de fondos en grande.
No hay negocios en Relaciones, reconoce todo el mundo; pero en el caso de Pansi no contábamos con su ingenio, digamos de una vez, con su genio. Humilde y con aires de niño culpable pero arrepentido, escuchaba Pansi las deliberaciones de los Consejos de Ministros, cruzadas las manos sobre el vientre y sonriendo a todos, con esa sonrisa perenne que Antonio Villarreal, en su misma cara, le bautizó con el nombre robado al cine de Hollywood: The Million Dollar Smile.
—A esa sonrisa debe usted todos sus éxitos —le decía Villarreal, y Pansi asentí. Por eso yo estuve cobrando sueldo de Ministro en Europa mientras usted y Vasconcelos se morían de hambre en el destierro, respondía Pansi y chupaba la pipa contento.
Pues de repente abandonó Pansi la pipa y la sonrisa para hablarnos, uno a uno y muy en serio, de un caso de patriotismo irrecusable.
—El próximo septiembre se cumplen cien años de la promulgación del Plan de Iguala, que determino nuestra Independencia de España. En mil novecientos diez, el porfirismo había celebrado con boato el centenario del grito de Dolores, el inicio de la Independencia; pero ahora —alegaba Pansi— se trata de algo más importante, se trata de la consumación
Y nadie le hacía caso; pero un día, en Consejo de Ministros nos dimos cuenta de que había logrado convencer a Obregón. Nunca me expliqué cómo un hombre de juicio tan despejado como Obregón se dejó llevar a fiestecitas, como no sea por la circunstancia de que Pansi no dejó ver al principio todo el alcance de sus planes. Cuando en el mencionado Consejo se invitó a los ministros a que nombrasen representantes en un Comité del Centenario que pronto comenzaría a funcionar, yo alegué que no tenía tiempo para fiestas, que en mi departamento había trabajo. De la Huerta Calles también se excusaron. Esto era lo que quería Pansi, porque de allí salió investido con facultades plenas para presidir él el Comité y organizarlo.
Y comenzó la Comisión del Centenario a hacer ruido y a gastar cimero. Se corrió invitación a todos los gobiernos de la Tierra: se prepararon desfiles militares, banquetes y representaciones teatrales. Para contentar a De la Huerta, aficionado al canto se le consultó y se le dejó contratar una compañía de ópera que dio funciones en un mal teatro, pero con personal en grande, llevado del Metropolitan, engalanado con la Mussio y no sé quiénes más, y buen repertorio, en parte ruso. Fue la única manifestación culta de todo un mes de saraos y comilonas tan continuados, que uno de los miembros de una delegación extranjera cayó muerto de apoplejía en pleno baile de Palacio.
Para acallarme a mí, el Comité proyectó una escuela que se llamaría del Centenario, y que pasadas las fiestas sería anexada a la Universidad. Establecieron la escuela en casa alquilada con dotación mezquina, a tal punto, que no la quise recibir de un modo formal:
—Carrancistas habían de ser ustedes los de Pansi —dije a la Comisión— para que osaran hablar de abrir una escuela sin hacer primero casa propia y adecuada.
Pero el alboroto de las Fiestas emborrachaba a la ciudad, deslumbraba a la República. No quise perder la ocasión de aprovechar aun esto para la propaganda de la labor educacional, en vísperas de la discusión de la Ley en el Congreso. De suerte que, sin desdecirme en mi negativa de asistir a banquetes oficiales y recepciones, tomé a mi cargo las sesiones de un Congreso de estudiantes latinoamericanos que se reunió aquel mes, y presidí recepciones universitarias sencillas en honor de huéspedes distinguidos que el Congreso llevó al país, tales como José Eustasio Rivera, el novelista de La Vorágine; don Ramón del Valle Inclán, y el Ministro colombiano Restrepo.
Sin embargo, el balance de las fiestas nos fue altamente desfavorable. Cuando me presenté un sábado, como de costumbre, a cobrar a De la Huerta los cuarenta mil pesos de la raya para la obra del Ministerio y las escuelas nuevas, me previno:
—Ya no emprenda nuevas obras porque estamos en apuros de dinero. Las fiestecitas de Pansi, comprendiendo los gastos extraordinarios de Guerra para equipo y vestuario de las tropas que han hecho desfiles, maniobras, nos cuestan once millones de pesos.
Mantenía De la Huerta en caja un saldo favorable de dieciséis millones: esa reserva estaba agotada. El gran empuje constructivo de los inicios de la administración Obregonista sufrió su primer tropiezo por causa de Pansi. el Malhora de la administración, que no teniendo qué hacer casi en Relaciones, se había inventado el negocio del patriotismo retrospectivo.
Nunca se habían conmemorado los sucesos del Plan de Iguala y la proclamación de Iturbide, ni volvieron a conmemorarse después. Aquel Centenario fue una humorada costosa. Y un comienzo de la desmoralización que sobrevino más tarde.

martes, 2 de febrero de 2010

Al morir el cuerpo, todo acaba. Autor: David Gómez Salas

Al morir el cuerpo, todo acaba
No hay infierno, ni cielo
Ni castigo, ni premio
Ni vida eterna, no hay nada

¿Vivir eternamente?
Con tanto tiempo ¿Qué haría?
¿Estudiar perpetuamente?
¿Y en que lo aplicaría?

Las almas no se enferman
No comen, no toman, no respiran
No sienten calor ni frío
No discuten, no transpiran

No tienen sexo, ni edades
No se cansan, ni descansan
No duermen, ni despiertan
No sienten sueño, ni esperanza

Llamar a eso vida eterna
Es la mayor incongruencia
Por eso opino en forma abierta
Que el alma sin cuerpo… Esta muerta